Tarde o
temprano los caudillos se extinguen, se esfuman, algunos se pudren. Cuenta la
historia que uno de ellos murió pobre con el dedo señalando a un balcón y de
esa manera se volvió un mito. Otro, algunos años antes, murió asesinado en una
cárcel y luego fue quemado. Sus cenizas se esparcieron en libros de historia
que buscaban un héroe. Otro, en el siglo XIX fue asesinado a machetazos. Lo
extraño es que era tan católico que pensaba que el corazón de Jesús lo
protegía. Dicen las malas lenguas quiteñas que antes del machetazo final se
convirtió al ateísmo.
Pero
esta especie tan horripilante también existe en otros países. En una isla
dividida en los que asumen su negritud en francés y otros que la rechazan en
castellano, el caudillo cayó asesinado. Le lloraron por miedo. A otro que
también le lloraron por miedo le atormentaba el fantasma de Lorca y su poesía
que no comprendía pero odiaba en un palacio majestuoso. El hombre se pudrió en
su cama, pero su presencia se seguía sintiendo hasta entrado los años 80.
Los
caudillos no solo hablan español, también hablan inglés, por supuesto hay
mujeres caudillas, una de ella fue quedándose poco a poco sin memoria y en el
olvido la mujer de hierro se derritió. Hay caudillos que resucitan. Uno de
ellos fue un pésimo actor de Hollywood, un pésimo presidente, racista, clasista
cómplice y encubridor ahora es el republicano ideal en el norte de América.
Lo terrible
de todos los caudillos es que aunque desaparezcan dejan un tufo en el ambiente.
Igual que ocurre al comer ajo. Ese tufo se enquista en los tribunales de
justicia, en la burocracia, en todo el sistema, tufo que tarda muchos años y
mucho esfuerzo en tratar de erradicar ya que es un olor nauseabundo que se
mezcla con corrupción y abuso del poder.
Los
caudillos también dejan aprendices de caudillos que tratan de seguir sus prácticas.
Recién un aprendiz se bajó de su caravana rodeada de grandes gorilas a amenazar
a un transeúnte que lo había insultado. El pequeño ser rodeado de sus guardias
intercambió insultos y se sintió feliz de emular a su caudillo. Otros hablan
con pajaritos y otros aprendices juran deportar a 11 millones de personas.
Es que
el caudillo deja una herencia simbólica. La sociedad empieza a copiar actitudes
del caudillo. El insulto, el menosprecio, el racismo y el clasismo son clásico síntomas
que ahora se reproducen en redes sociales. Esta enfermedad social se nota en la
forma de hablar. Se pierde la autonomía y hablan del movimiento como si fuese
suyo, toman las palabras del caudillo y la interiorizan, las convierten en su
diario vivir y con orgullo la sueltan en cualquier momento. Ahora es muy común
escuchar con risa en los labios la prensa corrupta, los pelucones, soy
revolucionario, tengo carreteras, caretuco, y frases exactas creadas por los
asesores del caudillo.
Lo
terrible es que ese discurso de enfrentamiento no se va con la desaparición del
caudillo. Ese discurso se queda arraigado en la cotidianidad, fomenta el odio
al otro que piensa distinto, tapa los abusos y construye violencia física y
simbólica. Esa violencia de soy pacífico pero te mato si no piensas igual.
Tarde o
temprano el caudillo se va a Bélgica, a Londres, a Los Estados Unidos a
cualquier parte, tarde o temprano el caudillo es olvidado y decrépito en Suiza
recuerda sus años de poder. El problema son las sombras y los fantasmas que
deja el caudillo. La destrucción sistemática del entorno, la desconfianza a
todas las instituciones del Estado, las grandes carreteras pavimentadas para
que transite el dominio de los unos sobre los otros con facilidad; porque la sociedad
después del caudillo tarda en reinventarse y en curarse.