Wednesday, December 3, 2014

El “extreme makeover” de Barbuncho Quiñónez a Arthur o El triunfo de la civilización frente a la barbarie

Barbuncho caminaba por esos campos infestados de garrapatas en absoluta libertad corría, ladraba, seguía gallinas y a otros animales que hacen deportes extremos. 

En las noches regresaba a su hogar donde su colega le escribía canciones y le acompañaba en su desventura. Los dos compartían la poca comida que había y terminaban las noches aullando a la luna, picados por los bichos del monte y con parásitos intrusos en sus estómagos.

Un día de esos comunes en la vida de Barbucho, después de desayunar en el centro de salud alguna sobra de pan que algún despistado olvido en el piso, salió a caminar. En su libertad se encontró con un grupo de suecos, los notó por su acento y su altura. Ellos caminaban con brújulas y GPS, sin rumbo fijo por los campos que él conocía tan bien. A ellos los ladró con entusiasmo y les movió la cola con algarabía. Los suecos poco acostumbrados a tan afectuoso saludo sintieron algo parecido al amor en esos pechos fríos de aventureros.

Barbuncho les enseño el camino a cambio de alimentación. Las almas nobles de estos europeos creyeron que ese no era lugar para él, y le ofrecieron la civilización en contra de la barbarie. Pronto los grupos de protección de animales hicieron su aparición en medios y apoyaron ese gesto de caridad tan cristiana protestante. Barbuncho se sintió confundido y después de un extreme makeover, como llaman al cambio de look, se convirtió en un representante digno de la especie canina con un nombre digno como Arthur.

A Barbuncho le dieron la visa tantas veces negadas a otros y en una jaula le mandaron del bárbaro calor de Quinindé al dulce frio de  Estocolmo. Allí conoció la nieve y lo que es vivir en un departamento amueblado. También conoció las tres comidas al día de marca purina, que no sabían para nada al corviche, o al ratón de campo que a veces comía. Salia con cadena y sus cagadas eran limpiadas quirúrgicamente. Los suecos le enseñaron a no hacer sus necesidades donde quiera.

Al poco tiempo de su llegada el frio incrementó, la ausencia de sol prolongada lo desmejoró, ya no tenía pulgas, ni garrapatas, ni parásitos; tenía tristeza. Un día mordió la mano de un transeúnte sueco y rompió su guante en presencia de un grupo de gente que le pareció intolerable ese tipo de comportamiento de un perro en una sociedad civilizada. Arthur fue encerrado y condenado a muerte. Espera su inyección letal mientras aúlla a la luna invernal.

En Quinindé su amigo, ese que lo alimentó y lo acompañó tantas veces es juzgado por aquellas almas bondadosas que protegen animales desde la ciudad. Ellos ya lo condenaron a no tener mascota jamás en la vida porque no entienden como un ser humano que vive en el monte, que escribe canciones, que no tiene para curar garrapatas y que tiene parásitos y sufre de mala alimentación puede tener un perro que le ladre. El también aulla a la luna.