Barbuncho caminaba por esos campos infestados de garrapatas en absoluta
libertad corría, ladraba, seguía gallinas y a otros animales que hacen deportes
extremos.
En las noches regresaba a su hogar donde su colega le escribía
canciones y le acompañaba en su desventura. Los dos compartían la poca comida
que había y terminaban las noches aullando a la luna, picados por los bichos
del monte y con parásitos intrusos en sus estómagos.
Un día de
esos comunes en la vida de Barbucho, después de desayunar en el centro de salud
alguna sobra de pan que algún despistado olvido en el piso, salió a caminar. En
su libertad se encontró con un grupo de suecos, los notó por su acento y su
altura. Ellos caminaban con brújulas y GPS, sin rumbo fijo por los campos que él
conocía tan bien. A ellos los ladró con entusiasmo y les movió la cola con
algarabía. Los suecos poco acostumbrados a tan afectuoso saludo sintieron algo
parecido al amor en esos pechos fríos de aventureros.
Barbuncho les
enseño el camino a cambio de alimentación. Las almas nobles de estos europeos
creyeron que ese no era lugar para él, y le ofrecieron la civilización en contra
de la barbarie. Pronto los grupos de protección de animales hicieron su
aparición en medios y apoyaron ese gesto de caridad tan cristiana protestante.
Barbuncho se sintió confundido y después de un extreme makeover, como llaman al
cambio de look, se convirtió en un representante digno de la especie canina con
un nombre digno como Arthur.
A Barbuncho
le dieron la visa tantas veces negadas a otros y en una jaula le mandaron del
bárbaro calor de Quinindé al dulce frio de Estocolmo. Allí conoció la
nieve y lo que es vivir en un departamento amueblado. También conoció las tres
comidas al día de marca purina, que no sabían para nada al corviche, o al ratón
de campo que a veces comía. Salia con cadena y sus cagadas eran limpiadas
quirúrgicamente. Los suecos le enseñaron a no hacer sus necesidades donde
quiera.
Al poco
tiempo de su llegada el frio incrementó, la ausencia de sol prolongada lo
desmejoró, ya no tenía pulgas, ni garrapatas, ni parásitos; tenía tristeza. Un día mordió la mano de un transeúnte sueco y rompió su guante en
presencia de un grupo de gente que le pareció intolerable ese tipo de
comportamiento de un perro en una sociedad civilizada. Arthur fue encerrado y
condenado a muerte. Espera su inyección letal mientras aúlla a la luna invernal.
En Quinindé
su amigo, ese que lo alimentó y lo acompañó tantas veces es juzgado por
aquellas almas bondadosas que protegen animales desde la ciudad. Ellos ya lo
condenaron a no tener mascota jamás en la vida porque no entienden como un ser
humano que vive en el monte, que escribe canciones, que no tiene para curar
garrapatas y que tiene parásitos y sufre de mala alimentación puede tener un
perro que le ladre. El también aulla a la luna.
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